Dra. Eva Marcuschamer
Laura cumplió apenas 30 años y espera a su primer bebé. Hace cuatro años que empezó su análisis, primero tres y ahora cuatro veces por semana. Laura es la pequeña de tres hijos, el primero once años mayor, el segundo nueve. Laura la esperada, la no esperada, la deseada, la no deseada. Es difícil acceder a su historia pues tan pronto cuenta una la madre le cuenta otra distinta. Muchas contradicciones. Laura es por un lado la esperanza de una mujer con un matrimonio roto y por otro, la intrusa, la que llegó a traer más problemas a la pareja, la que salva, se salva y trae discordia. La madre de Laura quería otro hijo a pesar de que su matrimonio estaba en ruinas, su esposo tenía otra familia y pasaba muy poco tiempo en casa. Sin embargo, esa verdad a gritos fue negada mil veces por él, fue negada incluso el día en que lo sorprendieron en el aeropuerto con otra mujer y sus otros hijos.
La madre de Laura tomó tratamiento para quedarse embarazada y a pesar de que era una madre añosa y había cierto riesgo de aborto, a los seis meses de embarazo hizo un viaje en tren en donde casi pierde a Laura. Ahora que Laura está embarazada, muy a pesar de mis deseos, la historia vuelve a ser contada y el deseo de abortarlo está presente durante los cuatro primeros meses. ¿Cuál es el deseo-temor de Laura? ¿Cómo este deseo-temor está en la situación analítica? ¿Cómo incide el deseo de la analista en el bebé que está por nacer? ¿Cómo incide el deseo del padre? ¿Cómo armar la historia para desear a este bebé? Todas preguntas que siguen siendo reflexionadas, que siguen siendo pensadas dentro y fuera del espacio analítico. Y a continuación algunas ideas de Piera Aulagnier para pensar este caso clínico.
LA IMAGEN UNIFICADA DEL CUERPO
La teoría sexual infantil se construye con la pregunta acerca del nacimiento, y conforma lo que ha dado en llamarse la causa originaria. Ambos procesos, tanto el primario como el secundario, responden al cuestionamiento sobre el origen, al tiempo que producen la escena primaria y el pensamiento sexual infantil.
Todo lo anterior da lugar a la teoría del Edipo. Paralelamente se accede a la imagen del cuerpo, y con ello a la imagen del lenguaje. Pero para acceder a la reglamentación del lenguaje, debieron haber interactuado previamente, por una parte la fantasía de la escena primaria y la teoría sexual infantil; y por la otra, lo escenificable y lo decible.
El niño logra concebir una imagen unificada de su cuerpo, por lo que escucha de la madre acerca de éste; sin embargo, es condición necesaria el placer materno en relación con dicho cuerpo. Cuando se logra unificar esta imagen del cuerpo, es posible integrar los placeres parciales y ponerlos al servicio del goce.
Por el contrario, si en este cuerpo hablado está ausente alguna palabra que designe una función, o una zona erógena, o si acaso existe pero no atribuido ese niño, o bien no se reconoce fuente de placer en la voz de la madre, tanto la función, como el placer pueden faltar absolutamente.
Otra condición, no menos importante que las anteriores, es que el niño pueda advertir un goce sexual entre esta madre y su padre como una experiencia diferencial entre lo que ve, lo que escucha y lo que dice con respecto a su propio goce.
Aulagnier dice que el yo se descubre como consecuencia de un deseo, mismo que le precede y que al propio tiempo corre el riesgo de hacerle saber que es posible que su llegada esté totalmente alejada de lo que ya se ha vivido, de lo que se esperaba. O quizá le deja saber que es, y solamente es, expresión de su deseo.
En ambos casos, está presente la necesidad de conservar la memoria de un pasado que da sentido al presente. Y esto es así, porque el infans solamente podrá reconocer lo ya vivido por medio de la relación que se establece con el cuerpo, la voz y la imagen materna. Esto último es lo que le va a dar la temporalidad de un ahí. En este contexto, el papel que habrá de desempeñar el yo será el poder pensarlo; el creer que posee una historia que lo sostiene.
La narración de la madre al hijo sobre su nacimiento, es al propio tiempo, una prueba de su deseo. Si bien la historia puede ser más o menos imaginada, resulta fundamental, pues a partir de ahí el niño podrá esbozar las primeras líneas de su historia.
Esta madre está tratando de encontrar una vez más el placer que ella supone que su nacimiento causó en su propia madre. En la mirada de esta madre está su propia madre, y no su hijo. Esto confunde mucho a Laura. Ahora se va de viaje justo a los seis meses de embarazo, justo cuando su madre le cuenta que ella pudo abortarla y aparece el miedo, el terror al avión, al vientre materno, claustrofóbico y mortífero. Cuando se despide su madre de ella le dice “no vaya a nacer en este viaje”. Eso aterroriza a Laura que necesita correr a contármelo para constatar juntas que ella no es su madre y que el hijo de su vientre no es ella.
Y es que el infans requiere de una historia propia, narrada por su madre, sea o no inventada, para poder construir su memoria. Es el mito que deviene en memoria, y en esta medida resulta mejor una historia inventada que una no-historia.
Los infans que carecen de esta historia narrada por sus madres son sujetos que no tienen forma de ser representados como bebés, como si dicha representación les hubiera sido arrebatada. ¿Y cuándo la historia narrada es confusa y hasta contradictoria, como la que la madre le ha contado a Laura, qué pasa?
Ahora bien, hay que recordar que el desarrollo de la psique solamente puede entenderse en términos del deseo. Y nuestro pasado no es sino la historia que hemos reconstruido, valiéndonos para ello de aquellos objetos que dan vida a nuestros placeres perdidos.
Así, pues, tiempo y deseo son fundamentales para acceder a la temporalidad psíquica, y esto último solamente puede ocurrir, en la medida en que aparezcan y coincidan desde el comienzo. En una palabra, el comienzo de la historia del tiempo debe coincidir con el principio de la historia del deseo.
En otro de sus ensayos, Piera Aulagnier sostiene que existe un vínculo emocional temprano, prelingüístico, que resulta esencial para que ocurra la construcción subjetiva, al que designa como pictograma.
La actividad de la representación es para esta autora una de las tareas primordiales del aparato mental. Y dicha actividad es el correspondiente psíquico de la metabolización en la actividad orgánica.
Aulagnier define tres procesos de metabolización: proceso originario; proceso primario, y proceso secundario, mediante los cuales un elemento de la naturaleza heterogénea se transforma en un elemento homogéneo a la estructura de cada sistema.
Los tres procesos entran en funcionamiento porque la psique tiene la necesidad de conocer la propiedad de los objetos externos. El sujeto está en constante interacción con el medio físico-psíquico; continuamente recibe información libidinal y catectiza objetos en aras de obtener experiencias placenteras, previamente conocidas o nuevas.
Todo acto de catectización deriva en un acto de representación. En este sentido, conocer el mundo es equiparable a representar el mundo. Y esta última es una tarea atribuible al yo.
La actividad de representación, pues, apunta esta autora, conlleva en sí misma una actividad de interpretación del yo, que a la vez asigna un esquema relacional a los elementos presentes en sus representaciones, ya sea que involucre una representación de sí mismo, o del mundo.
La estructura del yo está definida por esta actividad interpretativa: el yo se define a partir del saber que tiene sobre sí mismo.
Ahora bien, la primera representación que la psique edifica sobre sí misma tiene su origen en el doble encuentro entre el propio espacio corporal y el espacio psíquico materno, pues como ya se ha señalado, el discurso de la madre crea un sentido que se anticipa a la capacidad del infans para reconocer su significación.
Al infans no le es posible significar el enunciado materno; de ahí que su producción psíquica se confronte con las producciones psíquicas de la madre. La psique del infans forma una representación de sí misma, a partir del encuentro con la psique de la madre. Así, los enunciados con los que la madre habla al niño, y con los que habla de él, expresan las manifestaciones psíquicas que preparan el terreno para la futura construcción del yo. En este sentido, el infans está sujeto a que el Otro materno atribuya sentido y designe lo que desea.
Aulagnier llama a este discurso materno portavoz, puesto que se anticipa a la incapacidad del infans para articular una respuesta. Y esta superposición que liga el resto del deseo de la madre con el de la necesidad del infans, la define como violencia primaria:
[…] portavoz en el sentido literal del término, puesto que desde su llegada al mundo él, a través de su voz, es llevado por un discurso que, en forma sucesiva, comenta, predice, acuna al conjunto de sus manifestaciones; portavoz también, en el sentido de delegado, de representante de un orden exterior cuyas leyes y exigencias ese discurso enuncia […] La necesidad de la presencia de Otro no es en absoluto reductible a las funciones vitales que debe desempeñar. Vivir exige, sin duda, la satisfacción de una serie de necesidades de las que él no puede ocuparse en forma autónoma; pero, del mismo modo, se exige una respuesta a las necesidades de la psique.
Esta autora sostiene que es la psique materna la que se hará cargo de que el bebé pueda metabolizar el objeto, en la medida que el discurso de la madre le dé un sentido que pueda ser “ingerido” con el objeto. Estamos hablando de introyección del significante. El bebé accede a la realidad gracias a que está catectizada por la libido materna y es procesada por lo originario y lo primario.
El momento del encuentro entre madre-hijo está marcado por lo que la madre ofrece toda vez que ha sido metabolizado por su propia psique; es decir, lo reprimido, y esto que se le ofrece el bebé lo reconstruye en algo todavía no reprimido, pero que se volverá a convertir en lo que la represión hará de él.
Así pues, antes del nacimiento hay un discurso que lo precede y que es la sombra hablada de la madre, es el discurso anticipatorio que Aulagier llama violencia primaria. Pero dicha violencia es fundamental para que infans acceda al orden humano: el niño incorpora una representación del mundo en concordancia con la represión que ha impuesto la psique de la madre, y los enunciados que transmiten el deseo de la madre en relación al niño, se conocen como la sombra hablada.
No obstante lo anterior, esta autora advierte que hay que tener cuidado con el exceso de violencia de la interpretación materna, puesto que en la psique materna está presente, como tentación, el deseo de preservar esta primera relación en la que ella es portavoz. El exceso deriva en que la actividad de pensar, presente o futura, coincida con un paradigma preestablecido por la madre; un sometimiento a un poder en el que los pensamientos sólo serán legitimados mientras el saber de la madre los considere válidos.
Y más adelante, esta misma autora señala que el microambiente familiar actúa como eslabón entre la cultura y el sujeto, y esto último se constituye esencialmente por el discurso de la pareja paterna, así como por su deseo de organizar un espacio primario.
[…] este espacio psíquico exterior al que el yo deberá advenir determina que el medio familiar represente un lugar de transición necesaria. Es por ello que nuestro análisis atribuye gran importancia a los dos pilares que lo sostienen: la pareja parental y su discurso. Más allá de sus fronteras, sin embargo, se observa la acción de un tercer factor al que el bebé, la pareja y los otros también se encuentran sometidos: la que se debe al efecto del discurso.
El discurso tiene la función identificante en cuanto a portadora del afecto que al enunciarse se transforma en sentimiento y al que enuncia el sistema de parentesco dentro de la cultura. Este es el lenguaje fundamental y este es el que le impone al sujeto la posibilidad de expresar el afecto y mover al Otro a responder ante esto. En el registro del afecto la enunciación nombra una relación con el yo, lo nombrado constituye al yo y se identifica con lo que el Otro nombra su relación afectiva con el sujeto.
El padre es portador de un deseo, y el niño, al encontrarlo se enfrenta a la posibilidad de contar con un espacio exterior, más allá del sitio que ocupa en su vida la madre. En este contexto, la organización y el funcionamiento del yo será viable u obstaculizada en relación con este deseo paterno.
Al encontrar el deseo del padre, el niño encuentra también el último factor que permite que el espacio exterior a la psique se organice de modo tal que el funcionamiento del yo sea posible o, a la inversa, que lo obstaculiza….la importancia de la problemática del padre, de su violencia, de su actitud maternal y, en general, de la conducta y del discurso mediante los cuales se manifiesta, en la escena de lo real, su deseo por el niño.
Es fundamental que aquello que la madre devuelve como portavoz del deseo, esté organizado por la represión, por el proceso secundario.
Y más adelante señala Aulagnier que la totalidad del discurso cumple con una función de identificación. Los enunciados que cumplen con dicha función frente a los que se constituye el yo, en los casos de trastornos no psicóticos, tienen un límite impuesto por la represión. En los casos de psicosis ocurren otros mecanismos.
Para esta autora, el enunciado que tapa un agujero en el discurso del Otro es un “pensamiento delirante primario”; es decir, un pensamiento que aspira a dar sentido al hueco hallado en el relato familiar. Es precisamente detrás de estos enunciados en donde se ubica la “teoría delirante primaria”, misma que se encarga de exhumar el trabajo psicoanalítico en los casos de psicosis.
El pensamiento delirante implica un intento por reconstruir los fragmentos del discurso del Otro. Y apunta textualmente:
El pensamiento delirante que resuelve el problema desempeña el papel que en las neurosis cumple la novela familiar, aunque por otras causas. La diferencia esencial reside en que, contrariamente a la novela familiar, el pensamiento delirante no tiene en cuenta al sistema cultural y al sistema de parentesco.
Ahora bien, frente a la necesidad de identificación propia del yo, la realidad corporal recibe la inscripción de una falta existente en la realidad psíquica, misma que transforma le experiencia corporal en experiencia de dolor, y señala que la psique se encuentra entonces frente una falta de significación y una falta de deseo de una fuente de placer transmisible.
Asimismo, define el papel del analista como el del historiador, y agrega: “El historiador no es ni un observador lejano, ni un creador. Es aquel que invita activamente al paciente a convertirse en coautor de la narración y la experiencia”. La función del analista es, pues, descubrir las identificaciones que han sido dadas por el portavoz significante; es identificarse con el Otro del lenguaje.
Por su parte, el hijo recibe de los padres representaciones susceptibles de ser metabolizadas. El yo transforma los designios del deseo, al tiempo que ofrece metas que no ponen en peligro las relaciones amorosas.
En la neurosis, quienes reciben las demandas —amorosas y hostiles— son sujetos que ya tienen bien conformado lo reprimido, y por tanto son capaces de escuchar la demanda; sin embargo, les es totalmente ajena la dimensión sexual edípica prohibida. En este sentido, lo prohibido es desear lo prohibido.
Así, pues, la habilidad que tiene el yo como historiador se define por la represión. En la medida en que respete las restricciones, podrá construir una historia.
En el contexto psicótico, en cambio, la mirada de la madre prohíbe comprender los significados, y la prohibición implica una mutilación del pensamiento.
Ahora bien, en la teoría de Aulagnier la identificación es el centro para pensar la psicopatología. El pictograma, como se dijo anteriormente, es el primer momento en la identificación; es el tiempo preciso en donde el infans es sustituido por el niño.
Este paso implica la identificación con el espacio de fantasías de los padres, con el deseo de estos padres sin diferenciación alguna. La imagen del mundo pasa a ser a partir de entonces fiel reflejo del espacio corporal, dado que el pictograma se desempeña como investidura corporal.
El pictograma es para Aulagnier una representación anterior a la fantasía. Y esta manera de identificación es preámbulo de las siguientes: la representación fantaseada y la representación ideica. La primera se conforma a partir del proceso primario, y la segunda surge a partir del proceso secundario y da lugar al enunciado.
Por su parte, el enunciado identificatorio encierra las convicciones, creencias y certezas del individuo, y ocurre dentro de la estructura del sujeto, toda vez que el yo ha tomado su lugar como historiador. Al mismo tiempo, presenta un elemento de fijeza y está próximo a la historia que el individuo cuenta de sí mismo. El yo, es decir el enunciante, el que enuncia, se conforma sobre la base de la identificación de las relaciones entre la psique y sus objetos.
Como se ha dicho anteriormente, para Aulagnier el infans es aquel que está antes del lenguaje, y en el infans hay una historia de un tiempo vivido antes de que advenga el yo; es la historia del cuerpo del infans; el momento en que es hablado mediante enunciados maternos.
Ahí, la identificación queda insertada entre la serie de identificados que están al servicio del yo, de la historia que conforma el yo acerca de su pasado y de la que imagina sobre su futuro.
Definimos como proyecto identificatorio la autoconstrucción continua del yo por el yo, necesaria para que esta instancia pueda proyectarse en un movimiento temporal, proyección de la que depende la propia existencia del yo. Acceso a la temporalidad y acceso a una historización de lo experimentado van de la mano: la entrada en escena del yo es, al mismo tiempo, entrada en escena de un tiempo historizado […] El yo no es nada más que el saber del yo sobre el yo [es] el yo advenido [que] designa por definición un yo supuesto, capaz de asumir la prueba de castración. Sólo puede representar aquello que el yo espera devenir: esta esperanza no puede faltar a ningún sujeto e, incluso, debe poder designar su objeto en una imagen identificatoria valorizada por el sujeto y por el conjunto, o por el subconjunto, cuyos modelos él privilegia.
En este contexto, importa la realidad pero más aún importa cómo se vive y cómo se oye esta realidad; en suma, importa cómo se construye.
La tarea esencial del psicoanalista, pues, está en su escucha (mirada), puesto que es a partir de ésta como ocurre el intercambio con el paciente. El objetivo psicoanalítico entonces, está relacionado con la posibilidad de desarrollar una nueva construcción a partir de dos discursos, de dos historias y de dos experiencias.
Así pues, Aulagnier plantea que una gran parte de su investigación psicoanalítica se aboca a las problemáticas en relación con la identificación. El proceso de identificación está detrás del proceso de historización. Para que el sujeto logre un mínimo de autonomía, es preciso que el yo se convierta en su propio biógrafo, y que en su relato abarque la historia libidinal e identificatoria.
Solamente mediante esta reconstrucción, el yo podrá entenderse cohabitando la psique.
Para Piera Aulagnier, los trastornos emocionales no son necesariamente expresión de una patología familiar. En cambio, hay un vínculo en el cual las circunstancias se imponen a la psique, que ella llama “fantasmalización obligada”, y por supuesto ocurren también encuentros objetales y sociales, capaces de perturbar la elaboración fantasmática.
La relación de la pareja paterna, así como la relación que el niño tiene con la pareja, y con cada uno de sus padres, la historia particular que precede y sostiene el deseo del hijo, son elementos cruciales para determinar la defensa que construya el niño: psicótica, neurótica o psicosomática.
En la práctica psicoanalítica, el paciente no sólo va a cambiar su futuro recordando su pasado, sino identificándose con los anhelos del analista.
Laura y yo habíamos hablado que no era un buen momento para un embarazo por eso temía mi desaprobación, así que el día que se lo confirmaron llegó titubeante a consulta. Temía mi reacción. Aunque en realidad temía su propia reacción, le temía a su otro deseo. Lo hablamos mucho, lloró mucho, sueños de aborto llenaban el espacio analítico. Uno de esos días me dijo que sabía que no debía de haberse embarazado pero que temía que nunca iba a estar lista. Bueno, le dije, ya estamos en esto juntas, ahora tendremos que pensar en otras cosas. Laura entendió que no había más hubiera, había que estar bien para este hijo, que como ella constantemente repite, este hijo que no es igual a mí ni tiene la madre que yo tuve, un hijo con otra historia que no tiene que ver con la mía.
Bibliografía
Castoriadis-Aulagnier, P. (1991), La violencia de la interpretación, Buenos Aires, Amorrortu.